de Silvia Martinez – El sol de la mañana aún está bajo, las calles aún están húmedas por la lluvia nocturna, la acumulación de sueño aún no permite que mi cerebro procese pensamientos con sentido. Salimos para ir a monitorear las plantas en quién sabe cuales fincas entre las comunidades que salpican los alrededores de Tena. No sé cuánto tendremos que caminar por el bosque para llegar a ellas, si habrá riachuelos que cruzar saltando entre piedras, suelos arcillosos en los que seguro resbalaré o cuántos panoramas verdes podré admirar. No sabemos si una vez que lleguemos al final encontraremos un terreno con vegetación completamente arrasada por propietarios inexpertos o un espacio bien diversificado donde todas las formas de vida están en sinergia entre sí. Es precisamente este tipo de fincas las que esperamos encontrar, que es el objetivo por el cual nos comprometemos día a día con el proyecto de reforestación. Visto desde un punto de vista antropocéntrico, sin embargo, la importancia de encontrar hectáreas de bosque donde la biodiversidad pueda expresarse y dar lugar a una increíble interdependencia entre especies puede percibirse en el estado de ánimo que cae en picado cuando nos encontramos trabajando en una finca deforestada para hacer espacio a monocultivos.
En cambio, es en esos días de suerte cuando te topas con una finca donde la vegetación es exuberante y libera su energía haciéndote sentir parte de ella que me siento profundamente agradecida de poder vivir y explorar la Amazonía ecuatoriana, donde la vida estalla y la diversidad genética se declina en mil estrategias para resistir a la competencia: hormigas que invaden y saquean los huevos de los termiteros, hormigas kongas entre las más dolorosas del mundo, orugas de espinas muy gruesas y punzantes que se convertirán en mariposas de colores inconcebibles, chontas altísimas con sus inquietantes bandas de espinas, hasta los naranjos aquí se defienden con espinas. Una excepción interesante a toda esta competencia son las abejas amazónicas, que todavía no entiendo cómo pueden no tener aguijón con toda esta competencia que sustentan.
Luego de unas horas de sol ecuatorial y varios viajes acompañados de los beneficiarios kichwas (siempre seguidos por sus fieles y desnutridos perros) el cansancio empieza a hacerse sentir, el agua caliente de mi termo no apaga mi sed, las labores de monitoreo comienzan a volverse repetitivo y alienante e inmediatamente llega ese momento del día en que empiezo a preguntarme quién me hizo hacerlo. Los sonidos de la naturaleza son el trasfondo de delirios desconectados de cansancio que absorben mis pensamientos: quién sabe cómo los habitantes de las comunidades se las arreglan para vivir en estas casas de madera sumergidas en el lodo, en condiciones de dudosa higiene, rodeadas de gallinas y bichos. Algún día tendré el coraje de preguntarles, pero realmente creo que son felices así… y cómo pueden estar equivocados a pesar de estos inconvenientes irrelevantes. O empiezo a pensar en la importancia del agua en un lugar donde fluye tanta agua ante tus ojos pero es inútil para saciar tu sed porque no es potable, o entonces me frustro al aceptar que ser voluntario es un marginal papel, necesita saber cómo hacerse a un lado y comprometerse diariamente para traer esa pequeña gota en el océano de problemas críticos que afligen a nuestro sistema. Que es entonces un poco como plantar ese único árbol con la esperanza de que algún día, gracias al esfuerzo de muchos, sea suficiente para reequilibrar el daño infligido a la Amazonía.

El sonido de los machetazos que un beneficiario kichwa descarga sobre los troncos muertos que bloquean nuestro camino me devuelve a la realidad. Trato de tener un dialogo pero la conversación nunca llega a ser demasiado profunda, tal vez es mi culpa que todavía no he encontrado la clave para acortar la distancia entre nosotros. Su comportamiento es manso y triste, su genuina modestia solo se desanima cuando escupen ruidosamente en el suelo a tu lado haciéndolo parecer normal, su amabilidad es desarmante y su lengua incomprensible.

Miro hacia arriba y todavía no dejo de asombrarme por los árboles salpicados de nidos de oropéndolas, por el grito de los monos aulladores o las mil bormelias posadas en árboles de 30 metros, que llamarlos árboles es poco debido a toda la vida pululando arriba, adentro, abajo de ellos.
Miro hacia abajo y admiro a las hormigas cortadoras de hojas que desfilan cargando los trocitos de hoja que por desgracia han cortado de los naranjos recién plantados. Las utilizarán como medio de cultivo para el hongo del que se alimentan y que cultivan en su granja de hormigas en monocultivo. Como monocultivo, es susceptible a varias plagas, incluido un hongo parásito especializado que podría descarrilar todo su trabajo. Para superar este problema, algunas especies de cortadoras de hojas han desarrollado el ingenioso sistema de albergar dentro de sí mismas una cepa de bacterias, a las que alimentan con glándulas específicas, y que inhibe el crecimiento del hongo parásito, lo que le permite mantener sano el hongo cultivado.
Después de haberme llenado los ojos con todas estas cosas extraordinarias, puntualmente llega un kichwa, tal vez descalzo con su omnipresente machete para cortarte un manojo de plátanos, abrir un cacao gigante del que chupar la pulpa de sus semillas u ofrecerte una chicha de yuca muy fermentada que nunca me permito rechazar a pesar de la disidencia proveniente de mi sistema digestivo.

El trabajo de monitoreo continúa, fotografiamos todas las plantas que habíamos entregado y que los beneficiarios han sembrado en sus fincas. Es un trabajo sencillo, no requiere un gran esfuerzo intelectual, pero un gran espíritu de adaptación es fundamental para la vide en campo. El sol puede ser muy fuerte y la humedad te pega, luego llega la lluvia tropical, que también podría ser agradable si no fuera porque se me olvidó el impermeable y solo tenemos que abrigarnos con una hoja desprendida de un árbol.

Agotada, sucia de barro y sudor mezclado con olor a bosque y humedad, vuelvo a casa con la piel llena de picaduras de insectos inclasificables pero la mochila llena de flores de jamaica muy rojas listas para infusionar, frutos de achote con los que untarte la cara, kilos de pilce que de balones malolientes inútiles se transforman en objetos con mil funciones o puñados de hierba luisa que le devuelven un olor aceptable a mi mochila.
Y así cada día trato de tener presente no acostumbrarme a todo esto, hacer de ello una indigestión, mantener siempre el asombro que acompaña mi mirada y no olvidar ni por un día la suerte que tengo de poder vivir cada día el Kawsak Sacha, bosque vivo, y lo imprescindible que es conservarlo.