de Elena Arcidiacono – Llevo cinco meses viviendo en Ecuador y mi vida en muchos aspectos ha sufrido cambios repentinos. Vivo en Ecuador, pero mayormente vivo en Nueva Loja, mejor conocida como Lago
Agrio, que en realidad es el nombre del Cantón. Una ciudad en la selva amazónica, ubicada a 20 km de la frontera con Colombia, alejada de todo, construida por necesidad y que día tras día construye a duras penas su identidad. El nombre deriva del de Loja, ciudad ecuatoriana y lugar de origen de los primeros pobladores que se asentaron en la zona a principios de la década de 1970, pero anteriormente los trabajadores de la empresa estadounidense Texaco denominaron a la zona Lago Agrio por el nombre de la ciudad texana de Sour Lake, el sitio original de la compañía petrolera.
La historia y el alma de Lago están íntimamente ligadas al petróleo y al mayor desastre ambiental de la tierra que ha provocado la contaminación de las aguas, la contaminación de los suelos, la deforestación y un cambio cultural de los pueblos que vivieron y aún viven en esta zona. Lo que más me llamó la atención nada más llegar fue que en esta ciudad no hay cine, teatro o lugar de recreo donde la gente, los más jóvenes, puedan reunirse y pasar el rato. Era natural preguntarme si era sólo mi necesidad, habiendo aprendido a considerar el cine y el teatro como herramientas muy poderosas de expresión del alma humana, herramientas de denuncia, de conocimiento, de emancipación, de agregación.
Lago quita y Lago da: en medio de tantas privaciones estoy experimentando, y en algunas cosas reviviendo, el placer de las cosas simples, pero imprescindibles para el alma, para el intelecto como vivir en comunidad, sentirme parte de una comunidad. Crecí, como la mayoría de mis conciudadanos, en una sociedad individualista, donde el individuo debe luchar y trabajar todos los días para afirmar su propio valor, el tiempo evanescente, fugaz, nunca suficiente. Luego llegué a Lago Agrio y me detuve.
Trabajo en una casa de acogida de Cáritas y cuando llegué me dijeron que el proyecto en el que estaba terminaría al cabo de un mes y que no tenían noticias de una posible renovación. Lo que me llamó la atención fue la perseverancia de parte de quienes trabajan en Cáritas, más allá del cansancio, para seguir manteniendo viva la casa, para seguir acogiendo a los que ya no tienen casa, certezas, seres queridos, el seguir construyendo y ponerse al servicio de los demás, la constancia de buscar por todos los medios de crear comunidad y cercanía, generar belleza en un lugar hostil y complejo. Deja de correr, de apresurarte, pero detente y mira, respira y vive un lugar para entender sus partes, su alma, los mecanismos que lo regulan y en consecuencia las personas que lo habitan y luego actúan por el bien común.
Fue maravilloso aprender una forma diferente de vivir y hacer las cosas: todo lo que para mí representaba un límite, una injusticia como trabajar sin un proyecto, sin fondos disponibles se convirtió en una oportunidad y se ha convertido en una forma totalmente natural, a través de un proceso que parte desde afuera y que violentamente me atravesó, me embargó generando una sensación de asombro y gratitud que me motivó a sembrar en este lugar.