de Laura Pettenon – Tena

Hace poco más de un mes estaba en Italia, y de repente aterricé en Quito, en medio de las montañas. Pasé allí una noche, un poco sin aliento, y a la mañana siguiente una furgoneta me llevó durante cuatro horas por mesetas y picos cuya altitud no comprendía, y a medida que el paisaje cambiaba y la temperatura subía y la vegetación alrededor se hacía más grande me encontré en una ciudad amazónica llamada Tena y en cuanto puse el pie en el suelo hubo sonrisas desconocidas dándome la bienvenida, recogiendo mis maletas y un chico alto con el pelo largo corrió hacia nosotros gritando: ‘¡Bienvenidas al Bonuchelli!’ A partir de ahí algo empezó a desmoronarse lentamente, parte era el suelo bajo mis pies, parte eran mis miedos: inmediatamente una contradicción, al anularse lo que conozco o creo conocer, también se rebajan enormemente todas las expectativas y ansiedades sobre lo nuevo, al darme cuenta de que el lugar al que he llegado existe y es real, y las personas no son sólo un grupo ya existente y preformado e intocable, sino que han pasado por esta fase antes que nosotros, han experimentado salidas y llegadas, han construido y deconstruido expectativas, y ahora nos esperaban cargados de emociones quizá muy parecidas a las nuestras.

Y de repente me encontré en un remolino, y quizás la mejor imagen para intentar describir el flujo incesante en el que estoy inmersa desde hace un mes es una de las últimas cascadas en las que nos bañamos, el día que hicimos rafting en el río Jatun Yaku, la cascada y toda la corriente que generaba, una corriente circular muy fuerte que llevaba consigo ramas, trozos de corteza, lianas, hojas que te arrastraban, tenías que estar alerta para esquivarlas o cogerlas a tiempo y moverlas o al menos reducir un poco su velocidad, y te arrastraba a ti y a la madera si no corrías a agarrarte a una cuerda que sí, había, pero no era tan fácil de alcanzar, estaba tendida por encima de nuestras cabezas y para poder agarrarla era necesario un esfuerzo hacia arriba, y dejarse arrastrar por la corriente durante unas fracciones de segundo también.

Mi vida aquí hoy se parece mucho a nadar en esa corriente fría e intensa: estoy inmersa en un río de cosas nuevas buscando un sentido y una dirección que me pertenezcan, todo es un continuo perder y encontrar el equilibrio, a veces consigo encontrar en mí misma la fuerza y los recursos para hacerlo, otras veces me nutro de lo que hay a mi alrededor: de las nuevas amistades que se van haciendo, de la vitalidad inagotable de los niños con los que trabajo, de la belleza de la selva que me deja sin aliento. Los días se suceden con una rapidez que a veces no puedo comprender y que me deja un poco mareada, como cuando los rápidos nos azotaban y ni siquiera podíamos hundir los remos en el agua porque las olas eran demasiado altas y la impresión era por un momento la pérdida del control y no saber qué pasaría a continuación. Experimento esta sensación todo el tiempo. Un día nunca se parece a otro, todo es diferente y todo el tiempo ocurren pequeñas cosas, movimientos inesperados, que me hacen darme cuenta de que mi tan querida necesidad de control se está disolviendo poco a poco y es cada vez más difícil de aplicar.

Dejo que el flujo me guíe. Intentando tener cuidado de que la corriente no me arrastre. Cada día empiezo preguntándome “¿qué me esperará hoy?” y las respuestas al final son siempre diferentes, a veces tardan en llegar, sólo puedo entender lo que ha pasado una vez que llego a casa, de vueltadel trabajo, porque mientras tanto todo está en flujo, todo está en evolución. La diversidad de los contextos en los que nos situamos es en sí misma un elemento que contribuye a no esperar nada similar de un día para otro. Mis compañeras y yo trabajamos en dos escuelas, que por el momento me parecen dos mundos distintos, aparte de lo que parece que empiezo a entender de la realidad en la que vivimos. La primera es la escuelita Francisco Grefa, la pequeña escuela de la comunidad kichwa de Huamaurco, ubicadaen la selva alrededor de Tena; la segunda es la Escuela Especial Maximiliano Spiller, en la ciudad, que acoge a un centenar de niños y jóvenes con discapacidad. Los lugares que los niños habitan a diario se reflejan en su forma de moverse, de pensar, de expresarse, de relacionarse con nosotros. Su singular forma de actuar también da vida a la nuestra.

Los niños de la comunidad tienen una vitalidad sin igual. El bosque – los árboles, las hojas, los frutos, las flores, los insectos, la lluvia – es su hogar; en cuanto tienen ocasión, se levantan de sus pupitres, que se les quedan pequeños, sus límites son mucho más amplios, las cuatro paredes de la escuela no bastan, y cualquier excusa es buena para lanzarse fuera del aula, al mundo exterior que no tiene límites, ni altas verjas como las escuelas a las que estamos acostumbrados, que bloquean, encierran, encarcelan. Salen, se toman libertades que no parecen molestar mucho a la profesora, para ellos es quizás la normalidad. La estaticidad no es para ellos, burlan el espacio del banco, la silla deja de ser silla, la reinventan, asumen posturas que para nosotros, en Italia, están diría prohibidas, se columpian, manejan un cúter para limpiarselas uñas, al mover los bancos para alguna actividad improvisan una rueda, un salto mortal, una vuelta de hula hop. Pero todo esto no me parece escandaloso ni absurdo. Me parece lo que es: son niños que expresan su impulso vital.

Los niños con los que trabajo en Italia me parece que no saben canalizar la energía que llevan dentro, son un poco torpes en sus movimientos, juegan entre ellos con dificultad, como si siempre estuvieran buscando una forma de comunicarse que no encuentran. Se pelean y se hacen daño, no lo hacen por jugar, sino para intentar hablar entre ellos; y acaban llorando, y se sienten incomprendidos, y buscan el apoyo del adulto, para que les defienda, les ayude, les solucione la riña. Sí, creo que es una comparación un tanto estéril, pero conociendo bastante bien la realidad de la que vengo, y empezando a observar esta “nueva” realidad mía, me resulta natural comparar los contextos y sus protagonistas. Los niños son niños todo el tiempo. Los niños nacen llenos de energía. Los niños son impulsivos, no tienen frenos ni inhibiciones. Los niños exploran, prueban y vuelven a probar y cometen errores. Se hacen daño, se ensucian, se arañan, se pelean y se reconcilian. Los niños saben hacer cosas grandes y cosas “de grandes”. Si se les da la oportunidad. Aquí radica el gran nudo: la posibilidad de que un niño saque a relucir su energía creativa puede ser fácilmente silenciada por un adulto, cuando éste empieza a poner demasiados límites, a ocuparel lugar del niño, tratando por todos los medios de protegerlo. Si el adulto va demasiado lejos en la protección de su hijo, a éste le cuesta el doble salir al mundo, y el miedo a equivocarse y a ser juzgado estánsiempre a la vuelta de la esquina.

Los niños de Huamaurco me sorprenden cada día en términos de autonomía, responsabilidad, vitalidad, creatividad. Muchos de ellos son hermanos y a menudo tienen 5, 6, 7,… ¡12! Tienen hermanos mayores que van al colegio y luego se unen a nuestros juegos, y hermanos menores que a veces aparecen cerca de la escuelita. No puedo asegurarlo, pero es casi seguro que los padres no tienen tiempo para concentrar todas sus energías sólo en ellos. Son autónomos. A veces incluso parecen demasiado grandes para su edad. Trepan a los árboles, arrancan fruta y se la comen a bocados, escupen la cáscara al suelo. Juegan bajo la lluvia amazónica, corriendo como locos detrás de una pelota, y si quieren resguardarse, improvisan un paraguas con una hoja de palma. Se ponen en fila a la hora del almuerzo, cada uno con su plato, y cuando terminan de comer lo lavan y lo vuelven a guardar, todos, incluidos los de cinco años. Van y vienen solos, con sus mochilas, a veces llenas, a veces vacías. Se turnan para lavar los aseos de la escuela. Saben cuándo un niño más pequeño tiene problemas y saben cómo ayudarle. Piden ayuda si realmente la necesitan, de lo contrario el trabajo, la tarea, el juego, les resulta facilito. Saben lo que les ha pedido la profesora, saben si va a faltar por algún motivo, saben si tienen que traer materiales especiales. Los niños de Huamaurco quieren jugar, descubrir cada día nuestras propuestas – aunque demasiadas reglas, demasiados procedimientos, les aburran, les cansen, les gustaría eludirlos, de nuevo, buscan su libertad – y pasar tiempo juntos, unos con otros, con nosotras, incluso en la sencillez de una charla o un juego improvisado durante el recreo. Lo que veo en ellos es que saben estar, sin necesidad de recibir estímulos constantes o encierros continuos. Sí intentamos darles unas reglas, sencillas, fundamentales para que el díase desarrolle en un orden determinado. Pero dentro de ellas, expresan todo su potencial, y los vemos uno auno, los reconocemos, porque emergen, no se limitan, no se autocensuran. La timidez, el carácter del individuo es otra cosa. Hablo de algo más grande, que tiene que ver con sus límites físicos y mentales, que me parecen finos, elásticos, móviles. Fluidos.

Me impresionó mucho cómo los niños del grupo de los mayores abordaron una actividad manual hace unas semanas. Una actividad muy sencilla en sí misma, que consistía en construir, a partir de un círculo de cartulina, y utilizando papel y colores, un animal de su elección. Una vez mostrados los materiales, elegidos los animales, nadie dudó en ponerse manos a la obra, nadie se atascó, nadie nos pidió que les mostráramos un ejemplo, que les diéramos una idea. Sin censura. Ningún juicio. Se pusieron en marcha. En el flujo, sin miedo. Echándose una mano si era necesario, trabajando un poco por parejas o en pequeños grupos, robándose algunas ideas unos a otros. Pero sin miedo a actuar. Sin miedo a mostrar un producto menos bonito que los demás. Sólo con el deseo de sacar a relucir su propio color, sus propias formas, sus propios proyectos personales; que salían en el momento en que empezaban a trazar una línea, a coger un rotulador, a hacer un recorte. Los resultados no eran obras de arte exquisitas, pero eran preciosos, quería sacar fotos de todos, cada uno me decía algo de la persona que lo había creado. Todos ellos, con su empeño, su esfuerzo creativo, su esfuerzo sin fin, sus manos siempre en movimiento, sin dudar, probando y volviendo a probar, atacando, dibujando, borrando, pegando, recortando, todos juntos en este taller de ideas eran un río desbordado, y mirarlos me emocionaba, y pensando en retrospectiva me sigo emocionando, porque veo en ellos algo que había perdido un poco, algo que necesito reencontrar y que quizás estoy reencontrando. Un espíritu de niño. Un espíritu que rueda, tropieza, cae, se vuelve a levantar. Un espíritu que como el agua en un río no se detiene, va, fluye, se desliza sobre las rocas y rebota en ellas, cambiando de forma. Sin ponerse demasiadas barreras. Bailando sobre ella.