de Gabriele Tercic – Tena
Han pasado casi cuatro meses desde que llegué a Ecuador, un periodo lo suficientemente largo como para asentarme y tener una percepción más concreta y veraz de cómo funcionan las cosas aquí. También empiezo a percibir lo increíblemente rápido que pasa el tiempo y lo mucho que están cambiando las cosas a nivel personal y lo mucho que está cambiando también el entorno que nos rodea. Sí, el tiempo pasa rápido y lento al unísono, es decir, han pasado casi cuatro meses superrápidos, pero aún quedan ocho más, y en ocho meses las cosas cambian, se siente. Independientemente de las motivaciones que cada uno tenga para decidir embarcarse en esta aventura, puedo decir con certeza que en cierto modo es casi una huida, en definitiva es una tergiversación de ideas y conceptos lo que uno va buscando, o al menos esta es la percepción que personalmente tengo, dada también por la comparación con otros voluntarios.
Las primeras sensaciones que me han invadido desde mi llegada son sin duda la tranquilidad y la serenidad, que había descuidado durante algún tiempo, así como la maravilla y el asombro al descubrir nuevos lugares y nuevas gentes, y como escribiré más adelante, las actividades que realizo me permiten tener un “enfrentamiento directo” con estas nuevas realidades. Sí, he escrito “enfrentamiento” porque en algunos casos es precisamente eso, un “impacto”. En igual medida surgen nuevas preguntas, nuevas reflexiones, nuevas formas de pensar y, por qué no, nuevas dudas, pero es más que legítimo tenerlas.
No sabría por dónde empezar exactamente, podría empezar por las actividades que hago en la comunidad y el estilo de vida de la gente que vive allí. Una de las cosas que más me han sorprendido son las mujeres, que además de ocuparse de las tareas domésticas, también realizan trabajos que normalmente hacen los hombres, como segar la finca (un terreno/bosque con el que la gente se asegura el sustento) en lugar de trabajos pesados como transportar piedras, grava, cavar… En concreto, me asombró una señora que aparentaba tener entre 70 y 80 años, que cargaba repetidamente sobre sus hombros sacos de cemento de 50 kg llevándolos de un lado a otro como si nada y siempre con una sonrisa radiante en la cara. Además, la he visto esprintar una y otra vez; en resumen, parece imparable.
La señora “Kaliman”, porque así la llaman, es de complexión menuda y no mide más de metro y medio, lo que dice mucho del temperamento de la gente que vive en el Amazonas. En las comunidades, es habitual poner apodos que la mayoría de las veces derivan de hechos concretos, como el suyo, de un incidente que ocurrió hace mucho tiempo. Cuando aún era una joven madre, un hombre acosaba insistentemente a su hija hasta que un día, tras el enésimo acoso, se enfureció con éste y, profiriendo un potente grito de “¡Yo soy el Kalimán!”, le lanzó una patada voladora en las costillas, casi rompiéndoselas y tirándolo al suelo. También está el señor “Puma”, que en su juventud se enamoró de una chica que iba a trabajar a la finca y él, pacientemente, permaneciendo en un segundo plano y sin ser visto, observaba sus movimientos una y otra vez. Un día se anticipó a la joven y fue antes que ella a la finca, se subió a un árbol y esperó a que pasara. Cuando la muchacha se acercó bajo el árbol para descansar a la sombra, la emboscó y se abalanzó sobre ella, tirándola al suelo y abrazándola. A partir de ese momento nació “El Puma”.
Otro hecho que me conmovió y me hizo pensar mucho es la generosidad que caracteriza a la gente de las comunidades, que al principio se muestra distante y desconfiada. Luego, poco a poco, cuando ven que estás dispuesto a abrirte y aceptar y comprender su cultura, también lo hacen. Beber la famosa chicha en lugar de otras bebidas y zumos regeneradores es el primer paso para acercarse a ellos, y cuanto más bebes, más te ofrecen, y mayor es la también la oportunidad de entablar un diálogo. Por ejemplo, la Sra. Teresa siempre me ofrece chicha, me deja probar la hormigas, tanto crudas como fritas, e incluso me regaló algunas para casa. Además, no podía faltar el chontacuri, envuelto en una hoja y asado a la parrilla, excelentes aperitivos después de un almuerzo al estilo kichwa compartido, por supuesto, con Eliceo, “El gran maestro”. Carmen (o Carmela) es otra señora que me cae bien y me hace a menudo regalos para llevar a casa, como la piña o el palmito, que seria el brote apical de la chonta, una palma multiusos muy importante para los kichwa que se come en ocasiones raras o especiales. Esto se debe a que implica talar todo el árbol para preparar unas pocas porciones, lo que depende básicamente del tamaño de la palmera.
Eliceo, mi manager kichwa, me guía en su mundo enseñándome algunas palabras o frases en su lengua, el runa simi, y me contó muchos secretillos sobre plantas, animales y tradiciones. Por ejemplo, hay varios tipos de chicha que se elaboran con diferentes plantas, y me explicó que hay varios métodos para preparar cada una de ellas. Dejando a un lado sus conocimientos técnicos, que son excepcionalmente amplios y por eso lo convierten en “El gran maestro”, la contribución que hace es muy grande e importante. Sobre todo, hace de puente entre dos mundos completamente distintos, lo que no es nada fácil; sin él sería mucho más difícil, si no imposible, encajar en las comunidades. Otra de sus características es que pone apodos a los voluntarios, por ejemplo yo soy “El maestro bambino” o “yachachiq wawa” para él. Recibí mi bautismo por algo que ocurrió en la comunidad, que en sí mismo no es nada excepcional, pero obviamente les hizo reír. Mientras hacía trabajo voluntario, un niño me robó a escondidas un trozo de tubería y cuando Eliceo me preguntó dónde estaba, le contesté, torpe y confusamente en italiano: “El bambino, el bambino” y así se hace el trabajo… todo, obviamente, en simpatía y con muchas risas.
Antes hablé de la generosidad de la gente que vive en la comunidad y de lo mucho que me afectaba y lo hacía en todos los sentidos. Es decir, así como lo aprecio enormemente, también me hace reflexionar, porque algunas personas tienen muy poco y viven con menos aún, y lo poco que tienen lo comparten conmigo, “el gringo” a quien ni siquiera conocen, dándome comidas más abundantes, ricas y a veces hasta valiosas. Aún me queda mucho por aprender en los próximos meses, por ejemplo la ligereza y serenidad (o al menos aparente) con que viven su día a día y cómo están todos sujetos a los ritmos de la naturaleza, sin prisas, en tranquilidad. A veces, durante los descansos, juego con los niños, que debo decir que son formidables, manejan machetes y se suben a árboles de 15 metros desde muy pequeños. Algunos son más extrovertidos y se acercan tímidamente a jugar y en cuanto les das confianza, ya está, no se bajan. Una vez una niña se colgó de mis brazos y la levanté un par de veces en broma. Yo nunca había hecho eso: no me daban más paz, se reían y querían que los volvieran a levantar, una y otra vez, tanto que al final me dolían los hombros y los brazos más de jugar que de las actividades que hago habitualmente, que pueden ser muy cansadas.
También aquí, en mi opinión, hay mucho que aprender, como la ligereza y sencillez del juego, la confianza y el apego no mórbido de los padres hacia sus hijos, que en cualquier caso son muy autónomos sin perder el respeto y la educación hacia los adultos, algo que en mi opinión se ha perdido un poco en Italia. Ciertamente mis comentarios no deben considerarse comparaciones, dado que no estamos en igualdad de condiciones y por lo tanto no tendría sentido hacerlas, pero estos son un poco los mensajes y sensaciones que he recibido hasta ahora, los valores que creo que hemos perdido y que creo que sería útil exhumar, o al menos en parte. En todo esto, sin embargo, también están los aspectos menos positivos, que de hecho son muchos, como la pobreza, la dieta poco variada, el alcoholismo, la educación, la sanidad, la contaminación y el daño a la Amazonia, la corrupción, la minería ilegal y descontrolada, la pérdida de soberanía del país a manos de gigantes mundiales y las escasas posibilidades de la mayoría de la gente para desplazarse y perseguir sus sueños o ambiciones.
Hacer el Servizio Civile Universale en Ecuador es un gran privilegio que concierne a pocos y una experiencia muy valiosa de la que estoy muy agradecido por formar parte.