de Ilaria Seniga – Tena

Querida Selva,

Me recibiste en tu tierra sagrada hace cuatro meses, tierra que a menudo es desfigurada por fuego, violencia y miedo. Pero tú fuiste muy amable conmigo, me acogiste en un día de sol, casi no recuerdo el cansancio que me nublaba la cabeza la primera vez que llegué a Tena. Pero creo que hay un par de cosas de las que tú y yo deberíamos hablar: ¿Por qué me llamaste aquí ¿Qué quieres de mí? No entiendo qué tengo que hacer, cuál es mi tarea aquí y tal vez, en tanta confusión, me estoy perdiendo a mí misma, estoy perdiendo mi centro, de por sí abandonado, perdido o que tal vez nunca he encontrado en un país que dejé atrás. A veces te siento tan lejos, como si de vez en cuando me abandonaras en toda esta vastedad. Luego te apareces poco a poco, como se quitan las cortinas de una ventana para ver las primeras luces del amanecer y suavemente, pero con la fuerza del huracán, me enseñas todas tus maravillas dejándome sin palabras. Te manifiestas en el canto de un geko, luego en el nido de una oropendola, a veces en las sombras del atardecer, en el sonido del río que fluye y siempre en la sonrisa repentina de un niño.

Tu intensidad contagia toda la ciudad y a toda tu gente. Contagia a los niños de Huamaurco, que todos los días acunas en tus hojas y en tus frutos, que no logras esconderles a ellos. Sé que tienes cierta debilidad por ellos, lo noto en la manera en la que los dejas jugar boliche bajo tu lluvia o como los dejas subirse a tus árboles, teniendo cuidado para que no se caigan. Se nota en las chispas que pusiste en la mirada de cada uno de ellos y en la libertad que desprenden al correr. Ellos también te quieren mucho y, aunque a veces sean un poco impetuosos, distinguen las especies de tus plantas, saben cultivar tu tierra y conocen los ríos en los que no se debe nadar porque se puede encontrar al “cucurucho” (el diablo). Me imagino que nosotras las cuatro voluntarias, hemos de resultar bien raras para ellos: nos preocupamos que no se lastimen, que no se enfermen si se mojan mucho, muchas veces estamos cansadas por las temperaturas elevadas y, como si esto no fuera suficiente, a cierta hora de la tarde nos vamos a la casa: “¿Para qué?” “¿Por qué se van?”

Pero tú, querida Selva, contagias hasta a los estudiante de la Escuela Especial “Maximiliano Spiller”, que tienen un código secreto con el que se entienden y se relacionan entre compañeros de una manera toda suya. Seguro es tu energía la que sale de sus abrazos cuando nos reciben en la entrada y que los hace incansables, siempre están listos para un baile en el patio, para un partido de fútbol o para reunirse entre los más pequeños para los juegos más dinámicos y entre adolescentes para platicar fuera del aula. Y aunque trates de esconderte, te siento viva en los pasillos del mercado, cuando gateas entre los aromas y los colores de las especias y de los inciensos, te siento en los ojos negros y brillantes como pepitas de regaliz de las mujeres que trabajan allí, que se desenvuelven entre el cuidado de sus guaguas (niños) que juegan en el piso y un: “¿Qué le doy, veci? Te escucho en los ladridos de los perros que aúllan en los techos y en el viento en la cara que entra por la ventana del bus en el que estoy ahora. Por eso vuelvo a preguntarte:”¿Qué quieres de mí? ¿Qué más quieres enseñarme? ¿Qué hago yo en tanta inmensidad?” No sé. Pero observo a los dos niños que están sentados en frente de mí. Están viendo por la ventana, ven un río y gritan emocionados: “Wow, ¡qué rico se ha de nadar ahí!” La vida es tan sencilla.