de Sara Muffato – Quito

Escribo este texto desde la terraza de nuestra casa, recostada en la hamaca que compramos en el mercado artesanal del centro de Quito al mes de nuestra llegada, mientras disfruto de la hermosa vista de los Andes, que después de todo este tiempo aún no deja de encantarme. Han pasado más de nueve meses desde aquel 20 de julio de 2023 en que llegamos a Quito, un poco desconcertadxs, un poco preocupadxs, pero muy entusiasmadxs por estar del otro lado del mundo, curiosxs por ver qué nos depararía Ecuador. El tiempo vuela, no puedo evitar sentirme un poco desconcertada ante la idea. Me siento como si estuviera en un tren que va demasiado rápido y que me gustaría poder parar por un momento, o incluso ralentizar la marcha, porque cuando estás a punto de irte, un año parece un tiempo interminable, pero cuando llegas, el tiempo nunca parece suficiente. Nunca es suficiente porque siempre deseas tener otro fin de semana para visitar un lugar más, quizá uno de esos lugares que tienes en una bucket list desde hace meses y que, por una razón u otra, no has podido ver. O también tener un día más para poder seguir creando recuerdos con todas esas personas que te han acompañado todos estos meses. O una semana para poder hacer otro recital con tu escuela de canto. Sin embargo, el tiempo en cierto punto se acaba, y sientes que nunca es suficiente.

Me gustaría tener un poco más de tiempo para seguir descubriendo este país. Ecuador es sin duda un país complejo pero maravilloso. Toma su nombre de su posición justo en el ecuador, una posición que significa que sólo hay dos estaciones, una más cálida, otra más lluviosa. Así, los días tienen siempre la misma duración, con la salida del sol hacia las 6:30 y la y la puesta de sol a las 18:30. 12 horas de luz durante todo el año. Por un lado echo de menos las estaciones, y ver cómo cambian los colores de una a otra, y echo de menos tener luz hasta las nueve de la noche, Por otro lado, esta monotonía marca los días y, de alguna manera, me ha ayudado a crear mi propia rutina.


También hay muchos aspectos de la vida en Ecuador que llegué a conocer. Los comedores donde por 2 dólares puedes almorzar una sopa, un segundo (normalmente un plato de (normalmente un plato de arroz, carne, verduras y patatas o plátanos) y un jugo, bajo la mirada estrangulada de gente que, a la pregunta “¿tiene opción vegetariana?”, suele responder “sí, tengo pollo’, porque quizás la carne es una parte tan integral de la dieta ecuatoriana que resulta difícil contemplar opciones que no la
incluyan. Los autobuses que salen a horas no programadas, que en la taquilla te dicen que salen a las 10 de la mañana y luego antes de las 10:30 aún no te has subido, siempre con música de cumbia o películas sin parar, tanto a las 3 de la tarde como a las 3 de la mañana. Autobuses que muchas veces ni siquiera paran ni siquiera paran, sino que sólo reducen la velocidad (y a veces ni siquiera lo hacen). El uso de ustedes en vez de vosotros, ahora lo digo yo también, pero al principio sonaba muy extraño. La costumbre de responder a los agradecimientos con ‘con mucho gusto’ en lugar de ‘de nada’, una expresión mucho más positiva, que muestra toda la amabilidad típica de las interacciones de las que he sido testigo desde que estoy aquí. Y finalmente las bendiciones, que escucho sobre todo de las personas venezolanas. “Mil gracias mi reina que dios te bendiga siempre”, es ahora la frase final de cada interacción con ellas.

Quito, pues, es una ciudad peculiar, que por un lado recuerda a las grandes metrópolis americanas (o al menos, lo intenta), y por otro es evidente cómo lucha con los Andes por el espacio. Unos Andes que desde el primer día me transmitieron una sensación de serenidad. Como crecí rodeada de colinas y montañas, aquí en Quito sólo tengo que salir a la terraza o ir al metro para ver la cordillera más larga del mundo en toda su majestuosidad. La miro y me siento en casa, un hogar temporal, por supuesto, pero de alguna manera, siempre hogar. Quito es mil ciudades en una, con infinitas diferencias entre los sectores del norte y del sur. La ciudad de altos rascacielos que dejo cuando cojo el metro en Iñaquito por la mañana, es diferente de la ciudad que encuentro cuando me bajo en Magdalena para llegar a HIAS, mi lugar de trabajo. A norte, muchos parques, muchas plantas, grandes calles, un Quito más rico, mientras que en el sur una ciudad más pobre, donde los altos rascacielos dan paso a casas bajas y destartaladas, donde las zonas verdes son menos grandes y frecuentes, donde las calles están peor mantenidas y más sucias, y donde vive la mayoría de lxs extranjerxs, sobre todo colombianxs y venezolanxs, que me encuentro cada mañana en la oficina. Una leyenda urbana cuenta que el símbolo de la ciudad, la Virgen del Panecillo, una estatua situada en lo alto de la colina del que toma su nombre, marca una distinción entre el norte y el sur de la ciudad, y al estar norte, casi parece bendecir y proteger sólo la parte más rica de la ciudad, mientras que da la espalda (literalmente) al sur. Y desde la terraza de mi casa puedo vislumbrar a La Virgen de frente, a lo lejos, mientras que en el despacho me da espalda a mí.


Quito es una ciudad que me costó entender, una ciudad que al principio sentí un poco apretada, sobre todo porque es una ciudad que después de las 6 de la tarde, cuando se pone el sol, se apaga, porque lamentablemente es bastante peligrosa. No se ve a nadie por las calles, en ninguna parte de la ciudad, impresionante de ver. Pero con el tiempo te acostumbras, te organizas. Empiezas a entender cuáles son los lugares interesantes por ir, los que hay que evitar, y te sientes más a gusto. Todo es cuestión de entender el lugar donde estás y encontrar la mejor manera de vivir el contexto en el que te quedas. Quito para mí ahora está lleno de bellos recuerdos, pero también hubo momentos más complejos, dos en particular; tuvimos que aprender a vivir con los apagones, que duraban 2 o 3 horas al día, debido sobre todo a la escasez de lluvias y a la incapacidad de las centrales hidroeléctricas de garantizar cobertura en todo el país, así que durante un par de meses a finales del año pasado nos hicimos turnos. Desde hace unos días han vuelto. Hoy, por ejemplo, mientras escribo, hay un apagón de ocho horas, de 13.00 a 21.00. La otra vez fue en enero, cuando el presidente Noboa declaró el estado de conflicto armado interno y la ciudad vivió un encierro de una semana (y un toque de queda nocturno de dos meses, debido a la fuga de narcotraficantes de la cárcel y posteriores actos de violencia en la zona de Guayaquil, en el sur del país. Lamentablemente, el problema de la seguridad en el país, y en Quito, ha empeorado mucho en los últimos años, y es una situación que la población siente mucho. Basta mencionar el tema en un taxi o en la oficina con lxs colegas para escuchar su preocupación pero también, en el fondo, la esperanza de que podamos volver a sentirnos más seguros. Esto es para explicar que la vida en Quito no ha sido siempre fácil, ciertamente es una ciudad en la que ahora me siento bien, una ciudad que he conocido y que me gusta mucho, pero tiene toda una serie de problemas y limitaciones con las que hemos tenido que los que hemos tenido que aprender a reconciliarnos a lo largo de estos meses.


A pesar de todo, Quito se ha convertido ahora en mi hogar, porque los demás civilistas se han convertido en familia. Personas a veces parecidas, a veces diferentes, pero que comparten conmigo ideales, metas, formas de ver y vivir el mundo. Nuestras individualidades se han encontrado y mezclado. Y como en una familia, hemos sido nuestra red de apoyo. Nos hemos apoyado mutuamente en los momentos de desánimo, y nos hemos espoleado en los retos que hemos ido encontrando por el camino. Es difícil crear una conexión tan profunda con otras personas, es un don precioso y raro, y estoy infinitamente agradecida. La familia no siempre está unida por la sangre, sino a menudo por el alma, y aquí en Quito tengo la confirmación cada día.

Y luego hay la Naturaleza. Naturaleza con N mayúscula porque aquí la naturaleza está viva, se respira y es la esencia del país. Ecuador tiene cuatro regiones; Costa, Galápagos, Sierra y Amazonia, cada una con características y climas diferentes, desde el clima fresco de la Sierra, donde se encuentra Quito, los Andes y la mayoría de los volcanes, con una altitud media de 3000 metros, hasta el clima tropical de la selva amazónica. Ecuador es mil países en uno, y no en vano es uno de los de los países con mayor biodiversidad del mundo. Mi región favorita es la Sierra, y cada mañana cuando veo los Andes desde mi ventana, o el volcán Cotopaxi desde la carretera, me siento tan agradecida de estar aquí y mi corazón (y mi alma) se llena de amor por este país. Te das cuenta de cuanto somos pequenxs en este planeta, microscópicxs en frente a los 6000 metros del volcán Chimborazo o la interminable selva amazónica y los ríos que la atraviesan.

La Amazonía. Descubrir la Amazonia ha sido una experiencia desarmante, que me ha conectada con la naturaleza de una forma que no recuerdo haber experimentado antes. Su inmensidad, la paz, su verdor, la cantidad de animales y plantas que la habitan, me han hecho sentir una conexión sin precedentes con el mundo. Siempre llevaré en mi corazón el viaje de Navidad a Limoncocha, cuando al atardecer dimos un paseo en lancha por el río, hasta llegar a un lugar lleno de luciérnagas posadas en las hojas que flotaban en el río a nuestro alrededor, y con las estrellas arriba en el cielo. Uno de los momentos más intensos que he vivido en mi vida. Al principio de este año de Servicio Civil, un colega me había explicado que Ecuador ha sido el primer país del mundo en incluir los “derechos de la naturaleza” en la Constitución. Me parece precioso y demuestra la conexión que tiene la gente de aquí con la espectacular naturaleza del país. Me gustaría tener más tiempo para esta conexión. Gracias Pachamama.


Me gustaría disponer de más tiempo para comprender aún mejor el contexto de la migración desde esta parte del mundo, tener tiempo para reflexionar sobre todo lo que he aprendido, los aspectos que me han sorprendido hasta ahora, por ejemplo la mayor presencia de mujeres en comparación con los hombres (mientras que en Italia suele ser al contrario), así como las similitudes que he visto con la migración a Europa. La idea de que “los inmigrantes nos roban el trabajo”, aquí referida sobre todo a personas venezolanas, o la dificultad del territorio para gestionar los flujos, ejemplificada por los albergues siempre llenos, obligando a la gente (a menudo familias) a vivir en situación de calle, mendigando en los semáforos para al menos sobrevivir, o de los constantes cambios en las políticas migratorias. Y dados los resultados de las recientes elecciones políticas, puede que el cambio no se traduzca necesariamente en una facilitación del proceso de regularización, sino más bien, probablemente lo contrario.

También tuve ocasión de razonar sobre la delicada cuestión de la ayuda humanitaria,
su utilidad, no sólo en términos de apoyo económico, sino también de “orientación”, de acompañamiento en el acceso a los servicios públicos en Ecuador y cuáles son los derechos y deberes de las personas que viven en este país, con el fin último de facilitar su integración en el país para que puedan tener una vida feliz
. Pero al mismo tiempo pude ver y reflexionar sobre los límites, y los riesgos de la ayuda económica; “límites”, porque a menudo los requisitos para optar a ella son muy estrictos y “matemáticos”, que no dan cabida a los muchos matices de la vida de las personas y de las motivaciones que las llevan a cruzar fronteras, a menudo de forma irregular; “riesgos porque siempre existe el riesgo de crear dependencia económica, mientras que el objetivo final debe ser siempre la independencia de las personas. Razonar sobre los propios actos es, por tanto, absolutamente necesario, y tal vez yo esté empezando a entenderlo.


Quería un poco más de tiempo, y en cambio el tiempo se acaba. Miro el calendario y no me doy cuenta de las pocas semanas que quedan para junio. Y aunque me parece que el tiempo no es suficiente para hacer todo lo que quería hacer, estaré infinitamente agradecida por todas las cosas que sí he hecho, consciente de que todo lo bueno se acaba. Y ahora que casi es hora de hacer las maletas, me gustaría poder añadir una, simbólica, donde poner todo esto; toda la gente, las experiencias, los viajes a Norteamérica y Centroamérica, los cumpleaños pasados juntxs, los fines de semana viajando por Ecuador, las noches pasadas cocinando cantando “Maledetta Primavera”, los desayunos en la terraza con Quimbolito, el perro del vecino, que siempre intenta robarnos la comida, y de todas las emociones que han caracterizado estos meses. Ya sé que ésta será la maleta más difícil de cerrar, precisamente por ser la más llena.